La victoria, a
veces, oculta la derrota. Por ejemplo, en los últimos 500 años se ha producido un
fenómeno extraño y difícil de explicar:
La división en el seno del cristianismo
produjo las guerras de religión entre enemigos irreconciliables: católicos y
protestantes.
Cuando se produjo el asalto revolucionario
de los iluminados (regicidio y deicidio) los, antaño, enemigos se unieron para
luchar contra la revolución.
Cuando el comunismo amenazaba a católicos,
protestantes, laicos (ilustrados, liberales) todos, una vez más, se unieron
para hacer frente a la nueva ideología.
Y, por último, cuando el
nacionalsocialismo se enfrentó a todos ellos para imponer un nuevo orden ideológico,
los antiguos enemigos se unieron para derrotarlo.
Y, atentos, no se me
ocurre ninguna situación histórica que haga que católicos, protestantes, ilustrados,
comunistas y nazis se pudieran unir contra un nuevo enemigo (ideológico) común.
Es, pues, el final de esta carnicería.
Porque Toda ideología contiene una pizca de verdad. Pero no la verdad.
(Somos unos
pocos los que sabemos estas cosas. Y nos estamos muriendo.)
Cada nueva conquista revolucionaria
conllevaba una nueva y más desastrosa revolución. ¿Y así, eternamente? No.
Estamos a la espera de un nuevo
comienzo lejos de toda ideología.
Profetas, filósofos y santos.
Esto es lo que necesitamos para el nuevo comienzo.
Con todas estas ideologías todo
ha funcionado siempre muy mal: por eso la sabiduría filosófica buscadora de la verdad es también una meditación
sobre los errores del pasado.
Nada puede cambiar a mejor apoyados
en una ideología.
Mejor sería que los cambios
sociales, en lugar de ser pendulares o revolucionarios, se atuvieran a la ley griega
de la balanza. Necesitamos asentarnos en el ámbito inabarcable donde moran los
dioses y los hombres.