Lentulus, Gobernador de los Jerosolimitanos al Senado de Roma y al Pueblo, saludos.
En nuestros tiempos ha aparecido y existe todavía un hombre de gran virtud llamado Jesús Cristo y por las gentes Profeta de la verdad.
Sus discípulos le apellidan Hijo de Dios, el cual resucita a los muertos y sana a los enfermos.
Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo; su rostro venerable inspira amor y temor a los que le miran; sus cabellos son de color de avellana madura y lasos, o sea lisos, casi hasta las orejas, pero desde éstas un poco rizados, de color de cera virgen y muy resplandecientes desde los hombros lisos y sueltos partidos en medio de la cabeza, según la costumbre de los nazarenos.
La frente es llana y muy serena, sin la menor arruga en la cara, agraciada por un agradable sonrosado. En su nariz y boca no hay imperfección alguna. Tiene la barba poblada, mas no larga, partida igualmente en medio, del mismo color que el cabello, sin vello alguno en lo demás del rostro. Su aspecto es sencillo y grave; los ojos garzos, o sea blancos y azules claros. Es terrible en el reprender, suave y amable en el amonestar, alegre con gravedad.
Jamás se le ha visto reír; pero llorar sí.
La conformación de su cuerpo es sumamente perfecta; sus brazos y manos son muy agradables a la vista. En su conversación es grave, y por último, es el más singular y modesto entre los hijos de los hombres.
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