LOS SUBPRODUCTOS DE LA TEORÍA DE LA MENTE
Bering en The Belief Instinct
(2011) sostiene que la creencia en la
otra vida; la búsqueda de sentido; la atención a los signos o coincidencias
significativas, la idea de Dios, y, en general, todo tipo de creencias ilógicas
no serían más que un subproducto inevitable de la teoría de la mente (TM) forjada
en los primeros años de nuestra vida. Esas creencias, por tanto, no serían un
derivado de la enseñanza religiosa ni de la influencia sociocultural sobre los
sujetos sino una consecuencia de la
TM.
(La TM sólo
nos permitiría manejar como mucho siete órdenes de estados mentales. La mayoría
de las personas no pueden ir más allá de cuatro.)
Según Bering (2011) muchas personas que declaran tener creencias
“extinguistas” (la personalidad cesa cuando muere el cuerpo) también dan
respuestas de continuidad psicológica. El 32% de ellos tenían un razonamiento
oculto de que la persona sobrevive a la muerte. Otro 36 % de ellos consideraba
que los muertos tienen estados mentales que les permiten recordar, creer o
saber (que estaban muertos, por ejemplo.)
Ser consciente, por tanto, de que las creencias sobrenaturales son
ilusorias no sirve de mucho. Al parecer se libra una batalla tremenda entre el
ateismo teórico y la creencia atea práctica o emocional.
Para empezar, los niños pequeños razonan sobre la mente preexistente
igual que sobre la mente en el más allá. Los niños de entre 3 y 5 años razonan
en términos de continuidad psicológica, aunque sepan que los muertos no
necesitan ni comer ni beber. Y aunque
saben que el cerebro ya no funciona. No obstante todos esos conocimientos
biológicos, siguen atribuyendo pensamientos y emociones a los muertos. Desde
muy temprana edad los niños saben que los muertos no resucitan. Pero desde muy
pequeños, mediante su TM dotan a los muertos de funciones psicológicas.
La cultura desarrollaría los elementos básicos psicológicos innatos (TM).
La religión es posible porque nuestra TM genera ilusiones. Estas creencias ilusorias
más que inculcadas por la religión son la fuente de la que nace ésta. Los niños
pequeños creen que ciertas capacidades mentales sobreviven a la muerte. Están
preparados de manera natural para aceptar el concepto de otra vida porque se
adecua a sus propias intuiciones sobre la continuidad de la mente después de la
muerte.
Por otra parte, se ha observado en estudiantes universitarios patentes
contradicciones entre las creencias sobre el cielo y el razonamiento práctico
sobre las almas que moran en él de las que ellos no parecen tomar nota.
Todo esto explicaría la persistencia de la idea extravagante de que la
vida mental pueda existir independientemente del cerebro y que personas
inteligentes, cuerdas y cultas la mantengan. El siguiente silogismo requiere,
al parecer, un esfuerzo intelectual considerable: La mente es lo que hace el
cerebro; cuando se produce la muerte, el cerebro deja de funcionar; por tanto,
la sensación subjetiva de que la mente perdura tras la muerte es una ilusión
psicológica que tiene lugar en el cerebro de los vivos. Es inútil: las
creencias ilusorias siempre se acaban imponiendo.
Según Bering, pues, la TM
es la causante de (1) las ilusiones de finalidad y destino; (2) la ilusión de
encontrar en este mundo natural mensajes cifrados de otro mundo sobrenatural y (3)
la ilusión de que la vida mental perdura tras la muerte neurológica completa.
¿Cómo se concilia todas estas creencias con el hecho de que a las
personas buenas les pasan cosas malas? ¿Cómo se concilian esas ilusiones
dadoras de sentido con los hechos carentes de sentido? Bering considera --junto
con diversos investigadores del fenómeno-- que el sufrimiento humano y Dios van
de la mano. El sufrimiento y la fe en Dios guardan una gran correlación,
incluso después de ajustar factores correctores como ingresos y educación. Hay
un impulso esclarecedor innato, un impulso a buscar explicaciones en términos
de cauda y efecto.
¿Dónde está la explicación última de todo este comportamiento? La selección natural. Al parecer habría
habido ventajas evolutivas para la supervivencia de la especie en el
mantenimiento y consolidación de la TM. Todo lo
demás, lo que viene tras ellas no serían sino subproductos de esta ventaja
adaptativa.
Observemos que la idea de Dios es recurrente. Incluso cuando se
identifican las causas Dios no desaparece. Si hemos resuelto el cómo, ahora aparece el porqué. Además el razonamiento
científico no es incompatible con el razonamiento supersticioso. El problema
del significado de las cosas, de los acontecimientos, de todo en general,
parece surgir instintivamente. Se sigue produciendo una coexistencia habitual
entre las explicaciones de tipo sobrenatural y las biológicas o naturales. La
búsqueda de sentido es insuperable. Según Bering, hemos desarrollado un potente
conjunto de ilusiones cognitivas que nos impiden tener momentos continuos y
sostenidos de claridad. Muchas personas ateas, sin darse cuenta, perciben
finalidades intrínsecas en los sucesos de la vida, en su propia vida aunque
consideren que la vida es algo carente de sentido. Aunque niegan a Dios creen
en el destino, en las coincidencias significativas. Hay en personas declaradas
ateas una tendencia encubierta a creer.
Heywood (alumna de doctorado de Bering) observó que 2/3 de los ateos de su
tesis dieron al menos una respuesta que delata su idea implícita de que “todo
sucede por algo”. A la hora de atribuir
alguna finalidad o razón intrínseca a acontecimientos trascendentales o
cruciales la diferencia entre ateos y creyentes es desdeñable. Los ateos
reconocen haberse sorprendido a sí mismos
pensando en términos sobrenaturales pero intentan corregir, cuando lo hacen, esa
propensión subjetiva que viola sus creencias explícitas lógicas.
(Hay que tener en cuenta que personas autistas (religiosas) no conciben
la idea de significado en sucesos fortuitos. Y son incapaces de ver ningún
patrón de coincidencias porque por definición “las coincidencias no siguen
ningún patrón”.)
Bering confiesa que el ateísmo es un amordazamiento verbal de Dios (una
decisión consciente, tomada con carácter ejecutivo, de rechazar las propias
intuiciones sobre una mente superior anónima implicada en nuestros asuntos
personales) y no un verdadero exorcismo cognitivo. El pensamiento puede
reprimirse con tal rapidez que ni siquiera nos damos cuenta de que se ha producido,
pero el recurso del ateo a cierta mente justa y razonable parece, más bien, un
reflejo psicológico irreprimible.
Bering insiste en que Dios nació de la TM , pero que la Naturaleza lo parió por
razones egoístas. Los dioses principales poseen un profundo conocimiento de las
personas como individuos únicos. Una de las consecuencias inevitables de pensar
en Dios es una sensación acentuada, casi invasiva, de individuación. Pensar en
Dios produce un gran aumento de la conciencia de uno mismo. Creer en el destino,
ver señales en sucesos naturales, creer en la inmortalidad, la idea de que las
desgracias responden a un plan divino… todas estas cosas se habrían fusionado,
según Bering, de manera significativa en
el cerebro humano y habrían formado un conjunto de procesos psicológicos
funcionales. Y enormemente adaptativos: el pensar que nuestras acciones son
observadas por alguien o algo sobrenatural frustra impulsos destructivos y abre
la vía para el éxito reproductor. La inhibición de ciertas conductas conlleva
mejoras sociales. El espejismo de Dios, engendrado por nuestra TM, fue una
conquista evolutiva de la que no nos podemos desembarazar aunque sepamos que es
una trampa evolutiva o un mero subproducto de una adaptación básica.
Efectivamente, el razonamiento sobrenatural ayudaría a reprimir la conducta
impulsiva.
La adaptación producida por la
selección natural, según Bering, se
produce en los procesos psicológicos de base cerebral. Son los potentes
procesos psicológicos que nos llevan a pensar que hemos sido creados con una
finalidad propia, que los sucesos naturales portan mensajes cifrados de un
mundo sobrenatural y que nuestra existencia está conectada moralmente con la
totalidad del universo y no termina. Cree Bering que estas ilusiones tuvieron
que ser muy convincentes antes de que surgieran las ideas religiosas complejas.
Es verdad que la idea de un Dios que nos ha creado intencionadamente como
personas, que quiere que nos comportemos bien, que nos observa y conoce a
fondo, nos comunica su voluntad y nos promete la reunión final con Él tras la
muerte, es muy convincente para la mayoría de nosotros.
Todo eso, según Bering, nos hace más viables como especie. Pero la
selección natural pretende tan sólo la supervivencia y la reproducción. Al
parecer, la selección natural no
tiene una finalidad determinada, es impersonal, no persigue ni la verdad, ni el
bien, ni la belleza. No sabemos quién ni cómo la ha puesto allí. Tampoco
sabemos cómo tiene tanto poder. No sabemos si es una ley necesaria o
contingente. Al parecer se guía por el azar pero ella misma no sería azarosa o
sí. No lo sabemos. Tampoco sabemos si sigue actuando hoy sobre la especie
humana. Se parece a las ideas metafísicas que explican todo menos a sí mismas.
Según Bering, la selección natural
haría muy improbable la existencia de una realidad sobrenatural, que, según él,
es un mero subproducto de la
TM. La ilusión cognitiva de un Dios omnipresente favoreció
nuestros genes – no Él mismo--. Razón suficiente para mantener viva la ilusión
en el cerebro humano. De hecho, la ilusión es tan convincente que nos negamos a
admitir que es una ilusión. No se sabe si también por la influencia de la
propia selección natural, que por lo
que parece es el colmo de la paradoja, la retorsión, la circularidad, la petición
de principio y la contradicción.
La selección natural da más miedo que Dios. Éste por lo menos premia a
los buenos.
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