miércoles, 19 de marzo de 2014

Una reflexión sobre el mal, a propósito de El último de los injustos

¿Cuáles son los verdaderos males de nuestro tiempo? No hay unanimidad entre los pensadores del finales del siglo XX y los del naciente siglo XXI sobre cuáles son los males de nuestro tiempo. Por poner sólo dos ejemplos:
Julián Marías (1914-2005) consideraba que el siglo XX portaba en su seno tres monstruosidades que dañaban gravemente la vida en general, y la vida personal, en particular: el terrorismo, el consumo generalizado de drogas y la aceptación social del aborto.
Por otra parte, diversos estudiosos de la situación geopolítica actual,  consideran que los males que martirizan a la humanidad en el momento presente son tres, cuya conjunción produce la máxima perversidad: el control del petróleo, el comercio internacional de armas y el narcotráfico.
Pero lo más importante es que tampoco hay consenso entre los pensadores sobre si hay una causa última “maligna” que subyazca a esos males señalados. Y si la hubiere, cuál sea ésta.
Ignacio Ellacuría, y con él, los teólogos de la liberación más inteligentes, podría decir que el mayor de los males es el olvido de los pobres de todo tipo y su explotación sistemática.
Ratzinger, por su parte, cree que el abandono de la búsqueda de la Verdad y la exclusión de Dios de todas las realidades humanas lleva a la humanidad a un nuevo paganismo que acaba por negar al hombre y condenarlo a la barbarie.
Los marxistas podrían ver la causa última de toda la tragedia humana en la persistencia de la propiedad privada. Pero Heidegger, si es que aceptase el reto de contestar a la pregunta sobre el origen del mal, hablaría del olvido del Ser y la fijación enfermiza del pensamiento calculador en el ser de las cosas.
Y los pensadores que no dejan de meditar sobre el mal radical (nazismo y comunismo, campo de concentración y gulag) tal y como se ha conocido en el siglo XX encontrarían en el antisemitismo, en la negación del Otro, el origen de todo mal.
Pero también hay pensadores optimistas que no creen que exista una causa última del mal que haya que, primero, identificar para, luego, combatir. Hay problemas, efectivamente, tragedias, angustias, dolores, errores, atrocidades pero la humanidad camina segura por el camino de la mejora de las condiciones de vida de todos y del progreso en general. Más derechos, mayor tolerancia, más democracia, mejor nivel de vida, más educación, cultura y sanidad. No se niegan los problemas pero no hay una impugnación a la totalidad.
¿Quién tiene más razón? Los realistas pesimistas o los realistas optimistas. Ambos grupos se tienen que enfrentar al drama de la dualidad de la existencia humana. Unos, ven un aspecto de ella y los otros ven el otro.

Hay quien cree que sólo los pensadores, que voy a llamar de la cruz, están en lo cierto. Porque están clavados en ella. Por ejemplo, Juan de la Cruz, Simone Weil, Edith Stein. Ésta última tiene un libro prodigioso, La Ciencia de la Cruz, que sólo un gran pensador y poeta como es Ramón Xirau ha sabido apreciar y valorar como lo que es: un prodigio aún por descubrir.
La humanidad está en cruz. La razón está en cruz. También la verdad, la belleza y la bondad lo están. Hoy, como casi siempre, todo parece morir, agonizar. Pero esto es una experiencia personal, difícilmente comunicable. Casi diríamos que poética. Por ella pasaron Pascal, Hölderlin, Kierkegaard, Wittgenstein, Marcel Proust…
Decía Heidegger que sólo un dios podía salvarnos. ¿De la cruz? Si no es de ella no sé qué quiso poder decir con eso.
El cristianismo expresa verdades eternas. La cruz es una de ellas, si no es que es la verdad eterna por excelencia. Todo lo que está vivo y es significativo está atravesado por la cruz. A nada importante se puede acceder si no es a través de ella. Casi siempre y en todo lugar. Ya desde antiguo. El cristianismo desvela esta suprema realidad previamente existente.
La vida humana tras la expulsión del Paraíso es una pura cruz.
¿Y, antes?
Kafka dice algo profundamente turbador: en lugar de comer del árbol de la vida, del que sí podíamos comer, comimos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Nuestra condena, pues, es doble: por no comer del árbol adecuado y por comer del inadecuado.
Spinoza cree que era ineluctable que accediéramos al conocimiento del bien y del mal. Y ese conocimiento comporta inevitablemente, la expulsión del paraíso. No deberíamos, pues, lamentarnos de los resultados de nuestra elección por antonomasia. Seguir en el paraíso, sin conocimiento, o salir de él a causa de ese conocimiento.
O sea, que ya en el paraíso estaba la cruz.

Aprendamos, entonces, la ciencia de la cruz. Es el saber más alto que podemos alcanzar. El más olvidado. Pero como todo lo excelso y lo que duele no será el saber más codiciado.

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