sábado, 13 de agosto de 2022

UN SÓCRATES PARA ESTE TIEMPO

Cuando condenaron a Sócrates a muerte tenía 70 años, una mujer y tres hijos (uno de 18 años y los otros mucho más pequeños.)

Era muy pobre.

Una asamblea democrática y legal condenó a un hombre justo. 280 votaron a favor de condenarle y 220 a favor de su absolución.

Los tres atenienses que promovieron el juicio contra él sabían que la acusación formulada en su contra no se sostenía porque era totalmente falsa. Y Sócrates lo demostró sobradamente en el turno de su defensa.

Sócrates afirmó en el juicio que él era el más sabio de los hombres  porque no ignoraba que no sabía nada, a diferencia de los que se tenían por sabios, que además, de no serlo, como él, en cambio, creían serlo.

No tenía miedo a la muerte porque a lo único, según él, que hay que temer es a si se practica la justicia y la virtud o si, por el contrario, se es un hombre malvado.

Hay que cumplir con el deber que a uno le han asignado, sin importar la muerte ni ninguna otra cosa, a excepción de caer en la deshonra.

A Sócrates le había sido asignada una misión por el dios y, por tanto, tenía que obedecer al dios antes que a los atenienses sin importarle nada más. (Ya en su juventud en las tres batallas que participó demostró su valor y su entrega sin miedo alguno a arrostrar los peligros concomitantes para salvar las vida de sus compañeros aun a riesgo de la suya.)

La misión consistía en convencer a los atenienses que no se preocuparan del cuerpo ni de las riquezas sino del cuidado y perfeccionamiento del alma. De ser cada día mejores ciudadanos.

Presenta como prueba de su inocencia su propia pobreza, pues, sus enseñanzas recibidas gratuitamente, gratuitamente, las daba.

Desde niño fue asistido por una divinidad pero esta solo le disuadía de hacer algo determinado y, esto es crucial entenderlo bien, nunca le daba ninguna orden en concreto.

Nunca creyó enseñar ni instruir a nadie.

A diferencia del común de la gente jamás se preocupó de negocios, de patrimonio familiar, mando militar, poder hablar en las asambleas, ostentar alguna magistratura, participar en los pactos o en las luchas de los partidos políticos...

Su única preocupación fue hacer el mayor bien posible a cada uno en particular y convencer a cada uno de ser mejor y más sensato, porque una vida sin examen no merece ser vivida y desobedecer al dios es la ruina en esta vida y, todavía, más en la postrera.

Al acercarse su muerte comprobó que de verdad se adquiere el don de la profecía. Y lo que profetizó a sus injustos jueces fue terrible.

La muerte no es un mal para quien ha practicado la justicia, ha cultivado su alma y ha seguido el mandato y los consejos de la divinidad que la ha sido asignada.

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