El movimiento reaccionario o contrarrevolucionario mundial está adoptando lemas comunes y no por casualidad: Dios, patria, familia, libertad.
La garante de esos lemas ha sido --por muchos siglos-- la Iglesia católica.
La revolución está dirigida para desmontar su poder, pues, pero en varias fases:
1. El luteranismo socava su poder geopolítico pero no ataca ni a Dios, ni a la familia, ni a la patria ni a la libertad. Eso vendrá después.
2. La revolución de 1789 sí elimina a Dios y exalta al hombre, con astucia calculada, como nuevo dios. Además, aniquila a la Iglesia católica.
3. La revolución comunista de 1917 acaba de un modo criminal y despótico, con la libertad. Además, promueve, dando un paso más, el ateísmo militante y, junto con su gemelo el nazismo, aniquila la dignidad del hombre después de haber sido, falsamente, exaltada en la fase anterior.
4. El NOM o globalismo transhumanista quiere acabar, a su vez, con la patria y con la familia. Además, promueve falsos cultos al verdadero y único Dios (otra vuelta de tuerca para llegar al ateísmo práctico) y populismos pseudocomunistas o postcomunistas o transcomunistas contra la libertad individual y de conciencia.
La revolución es, por tanto, decidida y marcadamente anticatólica. Lo que hace, como quería Nietzsche, es darle la vuelta a todos los valores para imponer exactamente los valores contrarios o, digamos, antivalores. No es, sin embargo, creativa; pues no instala o crea nuevos valores sino que se limita a parasitar o pervertir los existentes. Por eso, a la larga, no tiene ningún futuro. Es solo muerte y destrucción.
Está a punto de lograr una victoria total. Porque los contrarrevolucionarios no tienen ninguna capacidad de restablecer el orden católico ya perdido para siempre.
No confundir catolicismo histórico con cristianismo. Pascal, Kierkegaard, Tolstoi y Weil no se pondrían nerviosos por esta payasada mundialista. Porque Jesucristo y el cristianismo son invencibles por ser eternos. Paciencia hasta que se acabe la última escaramuza.
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