miércoles, 2 de julio de 2025

Recuerdos de un monaguillo preconciliar

Me ofrecí como monaguillo preconciliar a la tierna edad de los 6 años. Los Padres me miraron con extrañeza, pero me dieron la tarjeta de cartón coloreada para que me aprendiera de memoria las locuciones latinas que el monaguillo debía responder a las propias del sacerdote durante los distintos oficios.

Los Padres son los de la Compañía. Ojo: sotana negra y tonsura.

La barriada, una del arrabal madrileño donde no llegaba el metro. Mucha pobreza. La iglesia neomudéjar, ya derribada. Estamos en 1959.

Ya os habréis dado cuenta de que yo era un niño precoz. Digamos de atención plena.

Las sotanas negras siempre me provocaron fobia. Pero el simbolismo de la Misa me atraía instintivamente.

Todo empezaba en la sacristía. El sacerdote ayudado por el monaguillo se revestía en un silencio riguroso, expectante y sublime porque ambos creíamos que íbamos a asistir a un sacrificio eterno ofrecido desde hace varios milenios.

Amito, alba, cíngulo, manípulo, estola y casulla. Esto quien mejor lo explica y lo entiende es Marcel Proust en un ensayo prodigioso.

(Los cambios litúrgicos del CVII no tienen perdón de Dios.)

Además de la Misa que era lo principal, estaban los bautizos, las bodas y los funerales. 

Los funerales iban con catafalco, telas y candelabros según fueran de primera o de segunda. Alguna vez cometí un error imperdonable: el Padre que tocara (así hablábamos entre nosotros: a ti quién te ha tocado, porque había una jerarquía de preferencias para ayudar a Misa) nos asesoraba para que diéramos la enhorabuena a los padrinos (en las bodas) y el más sentido pésame a los familiares (en los funerales.) Por lo de las propinas. Pero a los 7 años uno no llega a entender esa sutil diferencia. Y podía dar, indistintamente, el pésame a los padrinos de la boda y la enhorabuena a los familiares del finado.

Y, muy importante, el acompañamiento al Padre cuando tenía que ir a impartir las últimas bendiciones a un moribundo o a un muerto. 

Me acuerdo de mi primer muerto. Cuando llegamos el finado tenía atado un pañuelo blanco en la cabeza pues no se le había cerrado totalmente la boca. Como lo que yo veía en los tebeos.

El caso es que yo era suplente, pero como el titular desde que fue expuesto a una experiencia semejante era incapaz de comer carne probaron conmigo. Pasé la prueba.

Los padres eran muy buenos y comprensivos. Como era incapaz de aprenderme todas las oraciones, fórmulas y locuciones latinas mi estrategia era hablar bajito para que no se me notara. Una vez el Padre más simpático, popular y divertido paró la celebración y me dijo: Si no te lo sabes pues no te lo sabes, pero habla alto porque si no no sé cuándo tengo que seguir. Yo, humilde, obedecí y aceleré la memorización de las palabras latinas.

Aunque también teníamos que preparar el vino en las vinajeras y retirarlas al finalizar la Misa, siempre superé la tentación de beberme el vino remanente de la vinajera. No así el hermano sacristán que, cuando creía que no le veía nadie, se arreaba unos lingotazos de la misma botella que temblaba el misterio. Siempre le guardé el secreto.

Y qué decir de los bautizos a puerta cerrada. Un día me llamaron con todo sigilo y secreto porque se necesitaba mi concurso para un bautizo muy especial. 

Un adulto. 

Las puertas de la iglesia se cerraron y todo se hizo de modo clandestino. Al parecer era un gran deportista, el campeón de España de una especialidad muy relevante. No me explicaron el enigma.

Como me portaba bien y mi madre me llevaba siempre muy limpio, cuando el Padre iba de visita a barrios de clase alta, yo le acompañaba. Por supuesto, yo era el encargado de llevarle su misteriosa cartera negra. A los Padres no les gustaba ir solos de visita y a mí me encantaba acompañarlos.

Durante los veranos la cosa no paraba. Nos llevaban a un lugar de Salamanca, maravilloso, fresco y apropiado para huir de las moscas que apestaban el barrio durante la canícula. Noches estrelladas, estrellas fugaces, infinitas luciérnagas, pan de pueblo, tomates de la huerta, baños de agua helada en ríos de montaña, subidas a las Peñas, a las Cruces, charcas, ganaderías bravas, sueño plácido, y misas inolvidables en la ermita cercana inmensamente blanca y azul. Rodeada de castaños. Atardeceres como los que le gustaban a Unamuno frente a Portugal y a los Montes de Francia.

Todo estaba claro. No había dudas. Unos Padres amorosos nos protegían de cualquier daño o acechanza. 

Lo mejor era la visita anual a Alba de Tormes. Allí, durante todos los lentos veranos de mi niñez, pude visitar (embelesado) el corazón herido de Teresa. Siempre quería ver lo mismo: la herida tan profunda que el ángel le había infligido con una flecha encendida. 

Luego llegarían el nefasto concilio, el fin del maravilloso periodo de latencia descubierto por Freud (6-12 años) y comenzaría la dura y turbulenta adolescencia.

Los Padres también mutaron con las consecuencias de todos sabidas.


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