Catedrático de Filosofía. 51 años.
Agnóstico. No creyente. (Quizás,
muy cercano a la masonería.)
Exiliado en Paris. Si no hubiera huido lo habrían asesinado.
Viudo. Dos hijas y dos nietos en Madrid. Yerno -muy querido- asesinado en
los comienzos de la guerra civil.
Muy amigo de Ortega y Gasset. Relación amistosa con Negrín.
Decano en la UCM destituido en 1936. Sustituido por Besteiro.
Solo. Sin dinero. Viviendo de limosna en un octavo piso.
Ni sabía rezar ni quería saber.
Entontecido, entumecido, deprimido, impotente.
Desgarro interior profundo.
Vida rota, descompuesta. Fracasada.
Fumando compulsivamente y consumiendo café en grandes dosis.
Y en esto llega la noche del 29 al 30 de abril de 1937: un encuentro
sobrenatural.
En la radio, Berlioz: La infancia de Cristo.
Intensa emoción estético-religiosa.
De rodillas intentando rezar oraciones olvidadas.
Doce de la noche. Se queda dormido.
Se despierta sobresaltado.
Me puse de pie. Abrí la ventana. Bocanada de aire fresco.
Me volví y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Él estaba allí. Pero Él estaba
allí. Le percibía. Percibía su presencia. La percibía allí presente con
claridad. Sin la menor duda de que era Él pues le percibía. Sé que Él estaba allí
presente. Le percibía con absoluta evidencia. Convicción inquebrantable de que
era Él. Su presencia me inundaba. Nada es comparable a esa inundación de gozo.
¿Cómo terminó la estancia de Él allí?
Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció.
Me dejó un gozo sobrehumano.
¿Cuánto duró todo?
Poco más de una hora. Desde las dos hasta después de las
tres.
No se ha vuelto a repetir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario