Un joven materialista sin ningún conocimiento de carácter religioso. Con una gran sensibilidad poética, sin embargo: Arthur Rimbaud hizo mella, previamente, en su cárcel materialista.
Pero los católicos le resultaban ridículos. No conocía
a ninguna sacerdote. En su casa su hermana tenía una Biblia (protestante.)
El 25 de diciembre entra en Notre Dame de París.
El coro canta el Magnificat. (Pero él
entonces no sabía nada de ese canto.)
Y entonces se produjo el hecho que dominó a partir
de entonces toda su vida. En un instante su corazón fue tocado y creyó.
27 años después se avino a contar algo de lo
sucedido. No todo:
Sufrí una conmoción de todo mi ser. Tuve de
repente un sentimiento de la inocencia, una revelación inefable. Cuando intento
reconstruir los minutos que siguieron a ese instante extraordinario reconozco
un único rayo. Rompí a llorar y a sollozar, y el canto adorable del Adeste
contribuyó a mi conmoción. Experimenté también un sentimiento de terror, de
espanto. Como dice Rimbaud: la lucha espiritual es tan brutal como la pelea a
muerte entre los hombres.
¿Qué me importaba todo el mundo comparado
con este ser maravilloso que se me había revelado en un instante?
Había escuchado una voz dulce que no dejaría
de resonar desde ese momento dentro de mí.
Se despertó mi alma. Se despertaron mis
facultades poéticas sepultadas por mis prejuicios y mis miedos infantiles. Por
fin volvía a respirar y la vida penetraba por todos mis poros.
Un relámpago que trastorna, un instante que no
acaba, una flecha que hiere y cura, una conmoción cierta, segura, irreversible.
Una mutación general de toda la personalidad.
Como Pablo, Agustín, Pascal.
Como Simone Weil, Manuel García Morente, Bob Dylan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario