Nací en una casa del arrabal madrileño sin agua corriente, pero de día. (Con velas la cosa podría haber sido peor.) Las necesidades se hacían en la cuadra.
Atendió a mi madre una experta que pasaba por allí a esa hora. Mi padre, se había quitado de en medio porque, al parecer, la sangre le producía un mareo súbito. (Era cierto.) Aunque mi madre decía que era placer de puerta ajena. El alegó, en su descargo, que había tenido que ir a testificar en un juzgado. (También era verdad.)
En ese barrio, desconectado por entonces del resto de la capital, te podían abrir una brecha en la cabeza, si bajabas a jugar a la calle, por las buenas o por las malas.
A los dos años nos trasladamos a una nueva casa de vecinos. Cinco viviendas por pasillo o corredor. Dos alturas. Decir que las paredes eran de papel sería un eufemismo. Pero había agua corriente y wáter. Ni agua caliente ni modo de calentarse salvo por una cocina que se alimentaba con carbonilla. Una de mis tareas era ir a la carbonería cercana y traer varios cubos de la citada carbonilla. Mi abuela la administraba. La leña para iniciar el fuego la cortaba ella misma con un hacha en la propia calle. (Esa hacha lo utilizaba para cortar las nubes de tormenta que podían ser peligrosas.)
Quién decidió que durante mis tres o cuatro años yo durmiera con mi abuela, todavía no lo he averiguado. De ese modo pude contemplar cada noche los ritos de vestirse y desvestirse de las mujeres del pueblo del siglo XVIII y XIX. (Creo que venía de una familia gitana.)
Mucha calle y muchos juegos. Se vivía peligrosamente.
Eran muy desagradables las peleas tabernarias entre varones y las discordias entre mujeres que podían acabar tirándose de los pelos, incluso, y sin ir muy lejos. A mi ese espectáculo me desagradaba profundamente.
Pero era peor la compañía de unos traperos que estaban aposentados en un descampado, allí enfrente, donde convivían con todo tipo de animales, guarrería, estiércol y unas repugnantes moscas en verano.
También había una vaquería en el barrio. Si no podía venir la propia lechera me mandaban a por leche con la correspondiente lechera de aluminio.
En el verano se distribuían a diario unas barras de hielo que yo tenía que ir a comprar provisto de una bolsa de tela dura -no impermeable- que nos permitía enfriar los alimentos en barreños.
Habréis comprendido enseguida que el niño arrabalero fundamentalmente era un recadero. Sí me gustaba ir a los ultramarinos a por una docena de huevos -y ten cuidado no se casquen- porque el señor Jaime siempre los miraba al trasluz de su bombilla mágica. No sé por qué. ¿Sería por si había dos yemas?
Otro vendedor peculiar era el de las botellas de petróleo que almacenaba en su casa con grave peligro de explosión en la barriada. Yo las transportaba con sumo cuidado. El petróleo alimentaba un infiernillo que mi madre utilizaba para no tener que encender siempre la lumbre de carbonilla.
Pero si cambiaba el arrabal por el pintoresco pueblo de La Alcarria de donde procedían todos mis antepasados la cosa no cambiaba mucho: ni agua corriente, una cuadra para hacer las llamadas necesidades y candil por las noches. Pero eso era otra cosa: la leche de cabra, la miel, el pan hecho en el horno común, los dulces, el lavadero y el aire de La Alcarria. Y lo más importante, la intuición que siempre tuvo el niño de que procedíamos de sefarditas. Eso nunca se me ocurrió decírselo a nadie. Ni siquiera a mi confesor infantil.
Pero volvamos al arrabal.
El principal problema del niño arrabalero era ser el benjamín de los hermanos porque los mayores abusaban descaradamente de su posición. Por cada recado que ellos hacían tú hacías cinco o diez veces más.
La golfería era cosa de los billares. ¡Qué ambiente! A mí me daban miedo.
Una cosa muy frecuente en el niño del arrabal era el fumeque. Comprábamos los cigarrillos a la pipera de la esquina por unidades: celtas cortos, celtas largos, bisonte (rubio) y así.
En el barrio había un cine (el Generalife). Mejor no ir solo, pero si ibas solo mejor no ir a mear. Allí ví una noche El hombre que mató a Liberty Valance. En mi memoria están almacenadas -aparte y de modo permanente- varias secuencias de esta joya. O sea, las que vi entonces. Y, en otra parte, las secuencias que he visto mucho tiempo después.
Prefería el parque cercano para jugar con mis animales preferidos: hormigas, saltamontes, mariquitas, mariposas, alacranes, lagartos, lagartijas y salamanquesas, pajaritos, avispas y moscas. Me gustaba fabricar jaulas con tapones de corcho y alfileres por barrotes y estudiar el comportamiento de las moscas encarceladas.
Visitas al médico, al dentista o similares pocas. Si acaso a Pedro el practicante por alguna inyección obligada. Amigdalitis y fiebre muchas veces. Nada serio.
Entre los vecinos había una especie de intercambio no declarado: un trueque económico en realidad. Por ejemplo, mi padre había instalado un teléfono y como ninguno de los otros 14 vecinos lo tenían, una de mis misiones era la de avisarlos cuando les llamaban. Aquí no se respetaban cenas ni comidas. Pero como algún otro tenía televisión podíamos ir, a cambio, a ver las corridas, los partidos y las distintas proclamaciones del momento histórico de que se tratara: coronaciones, exaltaciones o simplemente bodas principescas.
Había de todo: mi vecino preferido era el señor Tomás: cabo de la policial municipal. Todas las tardes mi padre y él arreglaban todos los problemas causados por el tráfico de la gran ciudad, con críticas muy severas a la incompetencia o dejadez de las autoridades competentes. Aunque lo mejor del señor Tomás eran sus guapísimas y encantadoras hijas a las que yo admiraba y con las que no me atrevía intercambiar palabra alguna. Tenían ya novios formales.
Un tema espinoso para tratar aquí es el asunto de los inquilinos de mi abuela. Resulta que vivíamos puerta con puerta. Y ella alquilaba la cocina, el baño y una habitación, ella se quedaba con la otra, a matrimonios con o sin hijos. Y la cosa siempre acababa mal. Otra de mis misiones de bien mandado era dar conversación a los inquilinos. El primero matrimonio estaba bien porque el marido era muy pajarero y coleccionaba pajaritos en sus jaulas que me enseñaba a cuidar y alimentar. Todavía recuerdo su nombre y su labio partido: el señor Gregorio.
Antes de que se abrieran los clubs vecinales o parroquiales con televisión y que las tascas del barrio instalaran los nuevos televisores yo ya sabía lo que era una televisión. Los Padres, siempre adelantándose a su tiempo, disponían de un prototipo de televisor muy distinto a los que luego se comercializarían. Así, en el año 1960 pude ver --en petit comité-- un Peñarol de Montevideo - Real Madrid de la Copa Intercontinental en directo.
También había cine todas las semanas en el salón de actos de las Escuelas parroquiales.
Me enteré -en secreto- que la horrible parálisis en las extremidades inferiores que exhibía el operador de cámara se la había producido el invierno ruso. Al parecer, se había alistado en la División Azul. ¿Se le habían congelado las piernas?
Lo bueno para mí era el NODO. Los reportajes del NODO de tipo internacional eran mis favoritos.
El niño arrabalero no por serlo deja de interesarse por la marcha de los asuntos mundiales. Yo, en particular, siempre fui muy geopolítico.
Desde los 6 años sabía de las andanzas de Fidel, Kruchev, Juan XXIII, la crisis de los misiles, el Ché, el Gadafi y, mi ídolo, Patricio Lumumba, asesinado por la CIA en 1961. Es que mi padre, también muy atento al desarrollo africano como yo, me había traído un autógrafo de Patricio allá por el año 1960. ¿Pasó por Madrid ese año?
A Franco le gustaban mucho los patriotas tipo Castro, Ho Chi Minh, el Ché (el último partisano según Carl Schmitt), Lumumba y similares. A mí también.
Lo de Kennedy me dolió mucho. Le tenía mucha admiración tanto a él como a Jacqueline.
Con respecto a mi escolarización, a los 4 años con las Hermanitas de los pobres. Muy buenas y dulces. A los 6 años pasé a las escuelas parroquiales. El primer año con Don Fidel, el segundo con Don Manuel, el tercero con Don Hilario y el cuarto con Don Juan. Todos con traje y corbata. El mejor Don Manuel. Nos daba solfeo y me enseñó a tocar la guitarra. De ese modo pasé a formar parte de la rondalla del colegio con muchas y memorables actuaciones, por ejemplo, en Radio Madrid y el Círculo Catalán. A partir de entonces mi simpatía por el catalán y por lo catalán se instaló para siempre en mi alma.
A este respecto quiero contar una sincronicidad madrileño-barcelonesa asombrosa. Yo residía en la calle Diagonal, número 3 de Madrid. Un día llegó a mi nombre un giro postal con cierta cantidad de dinero. Quedamos extrañados pues no esperábamos dinero alguno. ¿A qué o a quién se debía el regalo? Resultó que en la calle Diagonal de Barcelona, mismo número, vivía una persona que se llamaba exactamente como yo. Y el dinero era para él. Pero claro, una cosa es la calle Diagonal de un arrabal y otra es la Diagonal de Barcelona.
Don Manuel me enseñó lo principal que te tienen que enseñar a los 6 años. A afinar una guitarra. El utilizaba un pito en La, que yo conservo. Hay que sintonizar la quinta en La y luego todo lo demás viene por añadidura. El niño arrabalero nunca olvidará a Don Manuel ni a su hijo Manolín, aunque este era muy extremista en todo.
Estoy hablando de una época que abarca desde 1953 a 1967. Luego el barrio conoció el desarrollo económico general. En su caso, el antiguo complejo parroquial fue derribado y construido en su lugar uno nuevo en consonancia con los nuevos tiempos.
Ya nada fue igual de inverosímil.
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