jueves, 2 de octubre de 2025

La infancia metafísica de un niño del arrabal madrileño

 

La Música callada de Mompou fue mi primer contacto con la música clásica. Era la sintonía de cierre de Radio Nacional en la época de mi infancia. Mi padre dejaba la radio puesta por la noche y desde la cama escuchábamos esas notas sublimes. Era muy niño. Cuando ya adulto escuché ese maravilloso disco las reconocí al instante.

Mi primer contacto con la filosofía tendría lugar a los 12 años (1965). El padre Salvador Gómez Nogales, eminente arabista y especialista en Averroes, una tarde de verano en un prado de El Puerto de Béjar (Salamanca) a un grupo de niños nos informó que un ilustre pensador español había dejado escrito que Yo soy yo y mis circunstancias. El mismo que en un viaje memorable a Salamanca nos enseñó el aula donde Fray Luis había pronunciado su famoso frase: como decíamos ayer. Y el pozo que atormentaba a Unamuno. Y tantas cosas que dieron densidad metafísica a mi infancia. Porque la infancia sino es metafísica es poca cosa más que un tiempo de paso. Y para mi no fue un tiempo de paso. Sino el tiempo por excelencia. Lo que ha venido después no se le puede comparar en cuanto a profundidad.

La primera vez que vi un partido de fútbol por televisión (1960) no estaba generalizado el uso de los aparatos domésticos correspondientes. Lo vi en un prototipo que le habían dejado al padre en el patio del colegio. Fue un Madrid- Peñarol. Una tarde noche de septiembre. Cinco-uno.

La primera vez que vi a Franco fue en León, en el congreso eucarístico de 1964. Lo volví a ver en el de Sevilla en 1968. Siempre me dejó perplejo su figura. Perplejidad que se volvería alucinación cuando tuve acceso a su vivienda familiar en El Pardo.

Lo de los congresos eucarísticos se debía a que había sido investido como cruzado eucarístico después de la primera comunión. Todavía conservo en algún sitio el carné acreditativo. Niño, pero cruzado con casco, espada, lanza, puñal y la cruz roja en el pecho. Un verdadero combatiente y no la trivialidad de la mili que padecería tiempo después.

La primera vez que escuché Yesterday fue en la radio (12 años). Estaba yo solo en casa. Una sola vez y ya me la supe.

La primera vez que pensé que algún día me moriría tenía 6 años y estaba solo en casa.

El maestro de primaria a los 7 años, pero, sobre todo, profesor de solfeo desde los 6 hasta los 10 años fue Don Manuel García de la Navarra. Fue quien me enseñó los acordes principales de la guitarra.

A Fidel Castro, figura familiar desde 1959, lo conocí por el NoDo. En el año 1986 lo conocería personalmente. Qué decepción. La política internacional siempre fue mi debilidad. Desde muy pequeño -por la radio y por la prensa- me eran familiares los nombres de los principales políticos y presidentes del mundo entero.

No deseaba para nada que la infancia se terminara. De hecho, ese hecho (sic) evolutivo lo viví con desagrado. Los cambios corporales hacia la virilidad no me ilusionaban. Pero la infancia terminó con el viaje y descubrimiento de Mallorca. Esa luz, ese paisaje y ese mar y sus acantilados se quedaron para siempre en mi alma como el lugar de mi paraíso perdido.

La imagen de la primera vez que vi el césped verde iluminado del SB nunca se me ha borrado. Desde fuera del campo. No tenía dinero para comprar la entrada.

Era normal que en mi casa hubiera agua corriente, pero nunca en la infancia hubo agua caliente ni calefacción. Fue una infancia fría. Además, en el pueblo de los abuelos -en La Alcarria- ni agua corriente, ni luz ni, por supuesto, baño. Cómo agradezco haber conocido la vida rural ancestral: candil por la noche, la cuadra para las necesidades y las trébedes para cocinar y calentar la leche de cabra de los desayunos inmemoriales. La matanza del cerdo. El horno común para hacer el pan, el lavadero municipal, las eras, los trigos y la miel. El vino de las humildes bodegas caseras. Los rebaños de ovejas y cabras. Las mulas pacientes. Los borriquillos humildes. Y toda la oferta de pájaros de la vega. Rio Badiel que humilde eras. Pero con deliciosos cangrejos.

Muy pronto me enteré -al ser capaz de descifrar códigos secretos familiares- que el tío Benigno había sido martirizado en la Guerra sin que nunca apareciera su cuerpo. Y que un abuelo había estado varios años en la cárcel condenado por auxilio a la rebelión. En fin.