Ödön
von Horváth, in memoriam
de
Klaus Mann, 1938
(...) Tenía una manera característica
e inolvidable de hablar de las cosas horrendas que aparecían en sus anécdotas,
divirtiéndose como un niño, pero con una risa amenazante que parecía querer
decir: sí que es entretenido, curioso e interesante este mundo tan siniestro y
degenerado, lleno de absurdos y horrores. Pero, por otra parte, deberíamos
hacer algo para que fuera mejor y más razonable, un poco menos tragicómico.
Puesto que el poeta también era un moralista.
No tanto por sus conclusiones y conocimientos sociales o económicos, más bien
por un don religioso. Dado que creía en Dios y que se ocupaba mucho de él en su
interior, no era capaz de disfrutar del bien y del mal como de un enorme
espectáculo. También lo odiaba, y finalmente llegó a luchar contra ello – con
los medios de las que disponía: con poesía.
Si no hubiera sido en el fondo un
moralista, habría podido entenderse con la Alemania nazi, en la que no había
nada en contra de los “arios” húngaros, y donde su preferencia por lo grotesco
le habría hecho divertirse mucho. Sin embargo se separó absolutamente del
tercer Reich: primero por buen gusto; después por tener una actitud moral, en
el sentido más serio y hondo de la palabra. Temblaba ante el mal, que cada día
triunfaba desvergonzado en el tercer Reich. La novela “Juventud sin Dios”, que
publicó en el exilio, está llena de este escalofrío estremecedor, desde la
primera hasta la última línea. (...)
(Traducción de Klära Körral)
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