Tiempo detenido.
Vuelta a la niñez.
A los veranos de la niñez.
A los lentos veranos de la niñez.
La niñez: patria verdadera.
Ahí estaban reunidos: la casa, los veranos, la niñez.
(Cuando vuelvo a las calles del viejo barrio –ahora remodelado- también vuelvo a la niñez. Pero no de la misma forma. Aquí es otra cosa.)
En primer lugar la casa. Ahora dividida. Reformada. Silenciosa. Pero no abandonada.
La entrada principal cerrada. Puedo saltar el muro de piedra.
La verja lateral sigue ahí: igual que entonces. No ha sido sustituida.
La curva. La enorme curva de la carretera que circunda la propiedad. Es por la mañana del 14 de julio. Puro verano. No hay nada de tráfico. Levanto la vista. La senda que sube a Peña Negra. También la casa del prado donde pernoctamos alguna que otra vez.
Si no hay nadie puedo entonces bajar a la piscina. Me impone la soledad que se respira. Temo algún sobresalto. No puedo llegar: el camino está lleno de zarzas. Tampoco desde arriba atisbo la piscina. Recuerdo su agua helada. El caño que la abastecía. Ahora parece haber otra cosa en su lugar. Salgo de la propiedad. Tengo la sensación de haber allanado algo que ya no es mío pero a lo que tengo derecho todavía.
Me encamino derecho a La ermita. Blanca. Cerrada. Sin ninguna variación. El mismo entorno. Los castaños. El campo de tierra. Las viejas porterías. El mismo aire. El mismo sol. Las mismas sensaciones térmicas.
Me urge ir a la Cruz. Me asalta el pensamiento de que mi hermano se acordaría de todos los detalles del camino y llegaría sin una sola duda. Llego. Los Montes de Francia. La misma panorámica. La puesta. Portugal. Con los mismos charcos que hay cuando ha llovido. Pero ya no el mismo silencio. Ahora sube hasta arriba el ruido incesante del tráfico de una autovía nueva. Cierro los oídos para recuperar los mismos rumores de entonces. La cruz en esa enorme peña. Una oración. Y también el camino a Peña Caballera.
El pueblo. No hay nuevas construcciones. Pero muchas casas están reformadas o remodeladas respetando la arquitectura. Impresión fantástica. Está igual pero mejor. Hay muchos paneles de información sobre la historia del pueblo. Sobre sus calles, sus fuentes, su iglesia… Me demoro por las calles. Mucho fresco. Muchas flores. Ese hablar salmantino de sus gentes. Busco la sombra y la brisa de la sierra.
Pero tengo que encontrar La Charca. ¿Recordaré el desvío en la carretera? Lo encuentro sin dificultad. La Charca. Está sin agua. La percibo más grande que entonces. Dudo si pasar por el borde. Se me antoja muy estrecho. Me tiemblan las piernas. Pero tengo que hacerlo. Y lo hago, temblando un poco. También cuando deshaga el camino volveré a temblar.
Tengo que encontrar el camino a la Escobosa para desde allí subir a la otra Cruz. Lo intento durante una hora. No puedo. Está todo enzarzado. Selvático. Lleno de obstáculos. Doy vueltas y más vueltas. No quiero que se me haga tarde. Me rindo. Esta vez no volveré a pisar esa pradera de ensueño. Me vuelvo muy frustrado.
Béjar está muy mejorada. Plazas. Calles. La encuentro animada y cuidada. Me gusta. No recupero sensaciones de antaño. Me gustan las de ahora.
¿Cómo estará El Castañar?
Llego andando desde Béjar. Y como yo deseaba. Todo igual. Los castaños. Su sombra. La fuente. El lugar. El antiguo campo de futbol pegado al Santuario. Cuando entro en él, me sobreviene el mismo estado de alma de entonces. “Entonces” son muchos años. ¿A qué “entonces” me refiero? Un “entonces” que abarca desde los 7 hasta los 21 años. El tiempo detenido en ese “entonces”. Eso recupero, ese estado de alma. En ese templo. En ese silencio. He vuelto al paraíso perdido.
Visito la plaza de toros más antigua. No recuerdo haberla visitado “entonces”.
Desde allí tengo que alcanzar la Isla. La que forma el río Cuerpo de Hombre. ¿Sabré encontrar la senda? Sí, la encuentro, pero es una propiedad privada y, aunque, no se atisba que haya nadie, no me atrevo a pasar. Busco otra un poco más arriba. Me lleva más allá de la Isla. Otra frustración más: la piscina, la Escobosa y ahora la Isla : no puedo aprehenderlas como entonces. Pero llego a un paraje que me permite sentir el agua del río Cuerpo de Hombre. Las mismas sensaciones. Eso es lo que voy buscando todo el tiempo: volver a sentir las mismas sensaciones corporales que sentí entonces y que marcaron mi sensibilidad: visual, auditiva, táctil, cinestésica. Si bien al final queda una sensación global, única, de conjunto. Y para toda la vida. Un estado interior. Un perfume de alma. Y lo he conseguido. He vuelto a encontrar el niño y el adolescente que fui.
(Cuando voy a Hervás las cosas son de otra manera. Primero, porque en 1992 fui allí para pasar el día con el hijo pequeño de un amigo canadiense que pasaba el verano en una colonia cerca de El Castañar. Y segundo, porque lo encuentro totalmente cambiado.)
Candelario, por último. Como siempre. Una maravilla. Sigue fluyendo el agua por sus calles en cuesta.
Durante dos días del verano de mis 58 años he vuelto a un tiempo pasado, lejano, pero no perdido ni hundido en el tiempo. Nada se ha perdido. Allí está todo lo que fui. El tiempo se detuvo. Habité un paraíso. Y he vuelto a encontrar la puerta de entrada. Una vez más he sido expulsado. Quizás ya no vuelva más. Pero sé que todavía está allí. Es un espacio. Pero en ese espacio yo habito un tiempo.
Queda por decir que pasé la noche, una noche de luna llena, en una casa que yo no recordaba, que está –justo- enfrente del costado interior de la casa. Esa casa, remodelada de un modo primoroso, no hizo sino enraizarme aún más a la casa primera.
La casa. Una casa perfumada por un tiempo eternamente detenido.
1 comentario:
¡Qué pena que no te hayas sentido acompañado en tu viaje!
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