domingo, 29 de junio de 2025

La prueba del falso culpable

 Cuando tenía 40 años pasé por una de esas pruebas que todos los humanos debemos pasar a lo largo de la vida, y, que están sintetizadas -simbólicamente- en las que pasó Ulises hasta que pudo regresar a su hogar. 

La del falso culpable. 

Todo estaba en mi contra. Comenzamos. 

Un viernes de otoño estaba solo en casa. Llamaron a la puerta. Eran dos policías que después de identificarse me preguntaron que si el coche de color rojo, marca Citroën, modelo X y matrícula XXXXFF era mío y lo conducía.  

Efectivamente así era. 

Pues, entonces, me dijeron debe acompañarnos a la comisaría para ser interrogado y firmar la declaración correspondiente. Ha sido cometido un delito muy grave de robo con violencia sobre una mujer que ha dado los datos del vehículo en el que el agresor se ha dado a la fuga. Y es, precisamente, el que usted conduce. 

En un principio me negué. Pero la policía me recomendó que no me resistiera porque podría ser peor. 

Todo estaba en mi contra. 

Fui bufando a una sala de la comisaría más próxima, me interrogaron sobre dónde estaba el día y la hora en la que se cometió el delito, y, con máquina de escribir de las que escribían con faltas de todo tipo ayudada, en este caso, por el cociente intelectual medio bajo (80-90) del policía, firmé la declaración de inocencia. Era un agente chusco, zafio y ordinario. 

Salí de allí. Me olvidé de todo. Y no se lo conté a nadie. Pensando, ingenuamente, que allí acababa todo. 

Pero poco tiempo después recibí una citación de los juzgados para que acudiera a una rueda de reconocimiento acompañado de abogada y que si no se me pondría uno de oficio. 

Esto se empezaba a poner negro. 

Era viernes por la tarde. Busqué inmediatamente a una amiga abogada laboralista que hacía 20 años que no veía, aunque en el año 77 con lo del partido comunista habíamos sido uña y carne. Por supuesto creía en mi inocencia. Pero me dirigió a una experta en estas cosas de delincuencia común que me acompañó el lunes a la rueda de reconocimiento. (Ahora se dedica a salvar varones de falsas acusaciones de violencia machista.) 

Subí al despacho del juez. Como su secretario resultó ser alumno de mi universidad, le pedí que intercediera por mí ante el juez con el argumento de que un profesor titular no se dedica a asaltar mujeres indefensas por la calle y que, por tanto, anulara la rueda de reconocimiento que tienen más peligro que un nublado que decía mi padre. Son una escopeta cargada. 

(Mi abogada, para animarme, me había advertido -avisado o amenazado- que no me fiara: ella misma era la representante de un joven al que habían pedido que formara parte –libremente- de una rueda de reconocimiento y que como la víctima del asalto y violación denunciados le había reconocido como el autor, ya llevaba 7 meses en chirona esperando juicio.) 

El juez, por su parte, me dijo que cosas más raras se habían visto. Y que, por tanto, todos abajo. A los calabozos. 

Con estos antecedentes bajé a la rueda de reconocimiento. 

¿Qué me esperaba allí? 

Cuatro compañeros detenidos la noche anterior en alguna redada y una mampara de cristal por lo que podía distinguir al juez, a mi abogada, a los secretarios judiciales y, sobre todo, a la víctima. 

Mis compañeros detenidos se interesaron por mí y me preguntaron que qué había hecho o de qué se me acusaba. Todos, buena gente. Muy mal heridos por la vida. Pero, entrañables. No me sentí más inocente que ellos. Me sentí igual de inocente que todos ellos. Y experimenté la fraternidad más profunda con mis compañeros de rueda de reconocimiento. 

Y en ese momento, como muchas veces antes y muchas veces después: Mother Mary came to my speaking words of wisdom. 

Y en esos segundos en los que se decide la vida de alguien inocente, en ese instante eterno, la víctima movió su cabeza dibujando claramente en el aire un seguro y convincente no es él

¿Respiré?  

No. Simplemente había pasado una de las pruebas más difíciles que caben imaginar: la del falso culpable. 

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